Leer para Sanar




En este lugar encontraréis textos que tienen el poder mágico de hacer a quien los lee volar, soñar, reír, llorar, viajar,...podéis hacerlo solos o acompañados.
Veréis como siempre, siempre que leemos, un halo de magia nos envuelve, hace desaparecer nuestros límites y nos lanza a mundos imaginarios en los que nosotros somos los protagonistas.
¡¡Buen viaje!!

ImagenTodas las tardes, al salir de la escuela, los niños jugaban en el jardín de un gran castillo deshabitado. Se revolcaban por la hierba, se escondían tras los arbustos repletos de flores y trepaban a los árboles que cobijaban a muchos pájaros cantores. Allí eran muy felices. 
Una tarde, estaban jugando al escondite cuando oyeron una voz muy fuerte. 
-¿Qué hacéis en mi jardín? 
Temblando de miedo, los niños espiaban desde sus escondites, desde donde vieron a un gigante muy enfadado. Había decidido volver a casa después de vivir con su amigo el ogro durante siete años. 
-He vuelto a mi castillo para tener un poco de paz y de tranquilidad -dijo con voz de trueno-. No quiero oír a niños revoltosos. ¡Fuera de mi jardín! ¡Y que no se os ocurra volver! 
Los niños huyeron lo más rápido que pudieron. 
-Este jardín es mío y de nadie más -mascullaba el gigante-. Me aseguraré de que nadie más lo use. 
Muy pronto lo tuvo rodeado de un muro muy alto lleno de pinchos. 
En la gran puerta de hierro que daba entrada al jardín el gigante colgó un cartel que decía: 

“PROPIEDAD PRIVADA. PROHIBIDO EL PASO” 

Todos los días los niños asomaban su rostro por entre las rejas de la verja para contemplar el jardín que tanto echaban de menos. 
ImagenLuego, tristes, se alejaban para ir a jugar a un camino polvoriento. 
 Cuando llegó el invierno, la nieve cubrió el suelo con una espesa capa blanca y la escarcha pintó de plata los árboles. El viento del norte silbaba alrededor del castillo del gigante y el granizo golpeaba los cristales. 
-¡Cómo deseo que llegue la primavera! -suspiró acurrucado junto al fuego. 
Por fin, la primavera llegó. La nieve y la escarcha desaparecieron y las flores tiñeron de colores la tierra. Los árboles se llenaron de brotes y los pájaros esparcieron sus canciones por los campos, excepto en el jardín del gigante. Allí la nieve y la escarcha seguían helando las ramas desnudas de los árboles. 
-La primavera no ha querido venir a mi jardín -se lamentaba una y otra vez el gigante- Mi jardín es un desierto, triste y frío. 
Una mañana, el gigante se quedó en cama, triste y abatido. Con sorpresa oyó el canto de un mirlo. Corrió a la ventana y se llenó de alegría. La nieve y la escarcha se habían ido, y todos los árboles aparecían llenos de flores. 
En cada árbol se hallaba subido un niño. Habían entrado al jardín por un agujero del muro y la primavera los había seguido. Un solo niño no había conseguido subir a ningún árbol y lloraba amargamente porque era demasiado pequeño y no llegaba ni siquiera a la rama más baja del árbol más pequeño. 
El gigante sintió compasión por el niño. 
-¡Qué egoísta he sido! Ahora comprendo por qué la primavera no quería venir a mi jardín. Derribaré el muro y lo convertiré en un parque para disfrute de los niños. Pero antes debo ayudar a ese pequeño a subir al árbol. 
El gigante bajó las escaleras y entró en su jardín, pero cuando los niños lo vieron se asustaron tanto que volvieron a escaparse. Sólo quedó el pequeño, que tenía los ojos llenos de lágrimas y no pudo ver acercarse al gigante.  
ImagenMientras el invierno volvía al jardín, el gigante tomó al niño en brazos. 
-No llores- murmuró con dulzura, colocando al pequeño en el árbol más próximo. 
De inmediato el árbol se llenó de flores, el niño rodeó con sus brazos el cuello del gigante y lo besó.  
Cuando los demás niños comprobaron que el gigante se había vuelto bueno y amable, regresaron corriendo al jardín por el agujero del muro y la primavera entró con ellos. El gigante reía feliz y tomaba parte en sus juegos, que sólo interrumpía para ir derribando el muro con un mazo. Al atardecer, se dio cuenta de que hacía rato que no veía al pequeño. 
-¿Dónde está vuestro amiguito? -preguntó ansioso. 
Pero los niños no lo sabían.
Todos los días, al salir de la escuela, los niños iban a jugar al hermoso jardín del gigante. Y todos los días el gigante les hacía la misma pregunta: 
 -¿Ha venido hoy el pequeño? También todos los días, recibía la misma respuesta: 
-No sabemos dónde encontrarlo. La única vez que lo vimos fue el día en que derribaste el muro. 
El gigante se sentía muy triste, porque quería mucho al pequeño. Sólo lo alegraba el ver jugar a los demás niños. 
Los años pasaron y el gigante se hizo viejo. Llegó un momento en que ya no pudo jugar con los niños. 
Una mañana de invierno estaba asomado a la ventana de su dormitorio, cuando de pronto vio un árbol precioso en un rincón del jardín. Las ramas doradas estaban cubiertas de delicadas flores blancas y de frutos plateados, y debajo del árbol se hallaba el pequeño. 
-¡Por fin ha vuelto! -exclamó el gigante, lleno de alegría.  
Olvidándose de que tenía las piernas muy débiles, corrió escaleras abajo y atravesó el jardín. Pero al llegar junto al pequeño enrojeció de cólera. 
-¿Quién te ha hecho daño? ¡Tienes señales de clavos en las manos y en los pies! Por muy viejo y débil que esté, mataré a las personas que te hayan hecho esto. 
Entonces el niño sonrió dulcemente y le dijo: 
-Calma. No te enfades y ven conmigo. 
-¿Quién eres? -susurró el gigante, cayendo de rodillas. 
-Hace mucho tiempo me dejaste jugar en tu jardín -respondió el niño-. Ahora quiero que vengas a jugar al mío, que se llama Paraíso. 
Esa tarde, cuando los niños entraron en el jardín para jugar con la nieve, encontraron al gigante muerto, pacíficamente recostado en un árbol, todo cubierto de flores blancas.





Burkina Fasso “Tierra de dignidad” África


La pelea de las lagartijas
En una pequeña población, de vida tranquila y ordenada, dos lagartijas se enredaron a pelear enfurecidas, no ha llegado a saberse la razón pues nadie mostró interés por el altercado, excepto un perro que al pasar junto a ellas y verlas mordiéndose furiosas, las contempló con horror. El perro no podía permanecer impasible ante aquel doloroso espectáculo y se interpuso entre las lagartijas intentando separarlas.
-Chicas, chicas, dejad de pelear. No veis que os vais a hacer daño. Seguro que podemos solucionarlo hablando, por favor dejad de pelear.
Pero lejos de desistir, las lagartijas furiosas también golpearon y mordieron al perro. Viendo que no podía separarlas, decidió que era mejor buscar otra estrategia, pues veía con claridad que nada bueno podía resultar de una pelea como aquella. Fue entonces cuando decidió buscar ayuda, seguro de que cualquiera vería como él la necesidad de parar aquella pelea, y creyó conveniente ir en busca de un experto en resolver conflictos. Repasó la lista de sus conocidos y rápidamente se puso en camino para conversar con el gallo, que le parecía que al vivir con una familia tan extensa, tantas gallinas y tantos polluelos, era seguro que tendría experiencia más que probada en apaciguar peleas.
-Amigo Gallo, necesito de su ayuda, hay dos lagartijas que se están peleando y no me quieren hacer caso. Por favor, acompáñeme y pongamos paz entre ellas.
- Pero perro, amigo mío. Yo ya tengo bastante con mis propios problemas, no vengas a contarme peleas de lagartijas que nada tiene que ver conmigo, déjame vivir tranquilo.
El perro, que era tenaz en la consecución de sus objetivos, no se desanimó y continuó pensando. Quizás no necesitaba un experto, muy posiblemente era mejor buscara alguien grande y fuerte que con su sola presencia impusiera respeto, así las lagartijas al verlo aparecer se sentirían cohibidas y dejarían de pelear… pero si eso no sucedía, al menos alguien muy fuerte podría contenerlas sin que le dolieran sus mordeduras y sus arañazos. Piensa, piensa que te piensa, el perro repasó toda la lista de sus amistades, hasta llegar al burro, ¡caray! Aquel era un magnífico candidato.
Acudió junto a su casa y se sentó a esperar, el burro trabajaba en los cultivos y no llegaba hasta que el sol no empezaba su camino descendente en el horizonte.
-Amigo burro, ¿cómo estás hoy? Acudo a ti porque sé que me ayudarás. Verás hay dos lagartijas que están enzarzadas en una pelea brutal y no he podido detenerlas. Si tú me acompañas seguro que a ti te harán caso.
-Muy bien, ¿cómo se llaman tus amigas?
-No lo sé, nunca las había visto…
-¿Entonces? No las conoces de nada y quieres que yo vaya a meterme en sus asuntos. Mira perro, yo por ti haría lo que sea, porque somos amigos, pero por unas lagartijas que no conozco no voy a perder mi tiempo de descanso. Llevo todo el día trabajando sin parar y tengo hambre, déjame comer y deja de preocuparte por esas lagartijas.
Entre tanto, las lagartijas que continuaban en su lucha, habían trepado por la pared de una casa y se estaban peleando sobre el tejado de paja seca y con tanto golpe y tanta carrera, la paja comenzó a ceder y fue cayendo dentro de la casa. En la casa vivía una anciana, muy muy anciana, que se encontraba preparando su comida de la noche, y al caer la paja seca sobre el fuego comenzó a formarse una gran nube de humo que llenó el interior de la vivienda.
La anciana intentaba salir, pero la lentitud de sus movimientos y los ojos cegados por el humo la hicieron chocar con los enseres que había en la vivienda.
-¡Ayuda!.. ayuda… ayuda!, gritaba cada vez de forma más débil.
La nube de humo se elevaba sobre el tejado. Los habitantes del pueblo la contemplaban horrorizados, y a la voz de incendio todos se pusieron en marcha. Alguien intentó entrar en la casa, pero el tejado se había desplomado impidiendo la entrada. Otras personas corrieron al pozo para transportar agua, el dueño del burro lo cargó con cántaros y lo tuvo haciendo viajes hasta que el incendio se dio por terminado.
Cuando el incendio estuvo apagado y al fin pudieron llegar junto a la anciana, la encontraron como dormida. Debido al humo había muerto por asfixia.
Sus vecinos y familiares entristecidos por la pérdida declararon un día de luto para celebrar los funerales, que realizaron según su tradición. Así que organizaron una gran fiesta con la que celebrar que aquella mujer había disfrutado de una larga vida, lo que da grandes oportunidades para ser feliz.
Como sabéis de sobra, las fiestas básicamente tienen los mismos componentes en todas las culturas, nada se celebra sin compartir una buena comida y sin la música, por eso para celebrar aquella fiesta decidieron asar unas cuantas gallinas y…un gallo ¿sabéis cuál? 


El traje nuevo del emperador


Hans Christian Andersen



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Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.
No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.
La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.
-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.
Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».
El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.
Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».
-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.
-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.
Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.
Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.
-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.
Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.
«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».
-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.
Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.
El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.
Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!
Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.
-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.
-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?
Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.
-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!
-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias.
-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? - y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.
Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:
-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!
Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.
-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.
-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.
-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.
Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.
FIN

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